La hadita en el desván
El hada Mercurita siempre sintió curiosidad por saber lo que guardaba el oscuro desván de su escuela de magia. Unas alumnas
mayores le dijeron que no había nada en especial. Otras, por el contrario, le
dijeron que había hechizos de todos colores, pergaminos con recetas mágicas y
otras cosas insólitas que despertaban su atención.
La hadita no descartaba que la mayor parte
de lo que le habían dicho fuera mentira. Lo cierto es que para bien o para mal, quería entrar, hubiese lo que hubiese. Apenas llevaba un par de meses en esa escuela y había mucho por conocer. Por supuesto, los profesores prohibían a
sus alumnas y alumnos acceder a algunos lugares. Decían que eran sitios
privados a los que los niños no podían ir. El desván era uno de ellos.
Los desvanes siempre llamaron la atención de
la alumna. Recuerda que una vez su vecina, días antes de mudarse de piso,
permitió a ella y a su madre acceder a su casa para llevarse las cosas que no
le interesaban o no podía llevarse. Las guardó en el desván. Ella se llevó
poco, porque apenas había objetos de uso infantil, pero quedó encantada. Para
ella, cada desván es una puerta de acceso a otro mundo, independiente de su contenido.
Un sábado por la tarde, aprovechando que la
mayoría de sus compañeros internos salieron a pasear por las calles de la
ciudad, pensó que sería el momento adecuado para intentar acceder a esa
estancia en las que tantas veces había deseado curiosear.
Sus compañeras más cercanas le preguntaron
el motivo por el que no las acompañaba a pasear. Ella les dijo que le dolía la cabeza.
Cuando el colegio quedó casi vacío, se aseguró sobre todo, de que el portero no
la veía acceder. Este estaba enfadado con ella, debido a su manía de tirar las
cáscaras de pipas al suelo, y dificultarle sus labores de limpieza. Ella
protestaba ¿Acaso era la única que lo hacía? ¿Por qué no le decía lo misma a
sus compañeros? Por ese motivo, en
cuanto se daba la vuelta, la ofendida hadita, le ensuciaba el suelo como represalia.
Nadie por aquí, nadie por allí. Señaló con
el dedo al deteriorado candado, y le aplicó el hechizo “Desbloquear” ¡Listo! Ya
podía entrar. Cerró la puerta con cuidado y encendió una vela que traía.
El espectáculo fue maravilloso para sus
ojos. Había tres estanterías llenas de toda clase de objetos. Muchos de ellos
eran adornos decorativos usados para decorar el patio de la escuela para
celebrar la llegada de un año, o para despedir a los alumnos de un curso
finalizado.
También había juguetes y objetos diversos. Se preguntaba el motivo por
el cual no se los habían llevado. Sí, es cierto que al igual que sus
compañeros, las hadas y hados están allí para aprender a hacer el bien a los
demás. Pero gente caprichosa la hay en todas partes, y le extraña que las
estanterías estuvieran tan llenas. En cuanto al hechizo que lanzó a la cerradura, es
de uso muy común, y hasta el alumno más torpe puede usarlo.
Mercurita se llevó casi media hora
toqueteando los objetos y curioseando. Solo la luz de la vela, que se estaba
apagando, la hizo volver a la realidad. Bien, ya se había divertido bastante
por hoy. Es hora de salir. Otro día continuará.
No tuvo ninguna dificultad en salir. Menos
mal. Cogió el candado y lo volvió a poner en su sitio. Se llevó el trozo de vela
que le quedaba, esperó a que se enfriara, y lo guardó en el bolsillo. Vio que
los pocos compañeros que estaban en la escuela se dirigían a
merendar ¡Buena idea! De jugar le había entrado hambre.
Al entrar en el comedor se puso a la cola
para coger el bocadillos. Se dio cuenta de que la gente la miraba con atención. Eso no le
extrañó. Mercurita era muy espabilada, y si podía, se colaría. Igualmente, si la
comida era de su agrado, repetía sin pedir permiso. Ya la habían cogido un par
de veces, y castigado. Aguantó con indiferencia las miradas de sus compañeros.
Ese día no se iba a colar. Pero en cuanto pudiera….
De pronto, sintió una palmadita en el hombro.
Era la directora.
—Mercurita ¿Te has lavado las manos?
—Hola, directora. No lo creí conveniente.
Las tengo limpias. Además, si me entretengo demasiado, no podré comerme un
bocadillo de lo que me guste.
La docente sujeta una de las manos de
Mercurita, y se la pone delante de los ojos.
—¿Estás segura de que no necesitas
lavártelas?
El hada se asusta ante lo que ve. Las muñecas desprenden un extraño brillo plateado. La directora le señala los zapatos, que
brillan también; lo mismo que el vestido y su pelo.
—Has estado curioseando en el desván
¿Verdad? Hace tiempo, unos alumnos hicieron lo mismo que tú, y rompieron un
bote de purpurina plateada. El polvo está por todas partes, y se pega a las paredes, las ropas y al cuerpo. Como el interior está muy oscuro, apenas se nota, hasta que
sales fuera. Este domingo te quedarás castigada durante una hora, haciendo
tarea, por entrar en un lugar de acceso prohibido. Luego, si te portas bien y me
pillas de buen humor, te dejaré ir a dar una vuelta.
La hadita sonrió con resignación. Admitió
que se lo merecía. Lo malo fue que cuando las compañeras llegaron, se burlaron
de ella. Pero en su interior, Mercurita pensó que había valido la pena. Una hora
haciendo ejercicios de matemáticas, y unas risitas burlonas durante unos pocos
minutos eran un precio muy pequeño a pagar por explorar un mundo, hasta entonces
desconocido. De hecho, no descartaba entrar otra vez. Pero tendría la precaución
de ir al cuarto de baño, nada más salir.
Está claro que las criaturas son revoltosas tengan o no capacidad para hacer hechizos.
ResponderEliminarLa atracción de lo prohibidísiiiiiimo, de la que nadie nos libramos, y con mayor razón cuando se trata de desvanes, que son lugares donde la curiosidad y el miedo van de la mano pero tira más la primera que el segundo.
Un saludo.
Pues, sí. La curiosidad forma gran parte de nuestra vida. Tengo el ligero recuerdo, que de pequeño vi un motor de lavadora o algo parecido, y me puse a toquetear. Me dio calambre, y dije "¡Cao, cao! O sea, "me ha tirado un bocao" (o bocado). los niños con palabras cortas nos explicábamos mejor que los mayores.
ResponderEliminarUn saludo.